Tres vicios de Internet (que existían antes de Internet)

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Tres vicios de Internet (que existían antes de Internet)

A principios de esta semana, Susan Sarandon y Geena Davis revivían la que fuera la escena más icónica de Thelma y Louise sin un coche de por medio. Desde su cuenta de Twitter, Sarandon obsequiaba a los internautas con un selfie conjunto de las actrices en la actualidad; un tuit donde además la artista reivindicaba su papel como coinventora de esta costumbre, hoy bien extendida en las redes sociales y que cuenta con tantos defensores practicantes como detractores recalcitrantes.

Al margen de las consideraciones sociales que puede tener el fenómeno de las autofotos, nos hemos parado a pensar en lo encaminada que resulta la afirmación de una de las figuras más importantes del cine contemporáneo. Sarandon ha apuntado una verdad hasta ahora apenas intuida, y es que muchos de los vicios que comúnmente se vinculan a Internet ya se practicaban antes de Facebook, ARPANET y los últimos días de Charles Babbage. Como por ejemplo…

Los selfies

Era obvio, ¿no? Si admitimos la teoría de Susan Sarandon, tanto ella como Señora Presidenta fueron las primeras en inmortalizarse en un selfie; una de las manifestaciones sociales más rompedoras de los últimos años. Pero no nos engañemos.

Los selfies de la Red han calado entre futbolistas, estrellas del cine, altos mandatarios y jóvenes con ánimo de retratarse en sus momentos cotidianos y poscoitales. Pero dichas estampas ya existían antes de la aparición de internet, e incluso antes de Thelma y Louise. Podríamos decir que, desde la invención de la primera cámara, han sido muchos los ansiosos en ser a la vez fotógrafos y fotografiados, si bien nuestros antepasados no eran tan sofisticados por aquellas épocas, cuando bautizaban a estas imágenes simplemente con el nombre de “autorretratos” (meh).

Y sí, como señala Cracked.com, por aquel entonces, al igual que con Internet, ya se hacía un selfie tanto el soldado raso de turno como la mismísima Anastasia. ¿Satisfechos? ¿Y si damos una nueva vuelta de tuerca? ¿Y si sostenemos que los selfies aparecieron… incluso antes de que se inventara la fotografía?

Un concepto más elaborado del autorretrato lo supone la aparición de uno mismo en la pintura. A veces se es protagonista absoluto, como en los célebres lienzos de Van Gogh o Frida Kahlo. También puede darse el caso de que el pintor se incluya dentro de la trama del cuadro, como Velázquez o El Greco, en un pequeño cameo a modo del cinematográfico (otra modalidad de selfie extendida en los directores con tendencia a variar de peso, como Hitchcock, Tarantino, Peter Jackson o Kevin Smith). Y finalmente se encuentran los artistas abstractos, que pintarán cualquier cosa y mantendrán que lo que acaban de pergeñar es un autorretrato, como Bacon, Basquiat o Dalí.

Y hablando de Salvador

El trol

El troleo (o trolleo, para los sibaritas anglófilos) le quitaría el puesto a la prostitución como “oficio más viejo del mundo” si en algún caso se le hubiera documentado una remuneración. Pero no solo de pan vive el hombre, ¿y qué alimento nos llena más, como personas, que la satisfacción de ver al prójimo humillado por nuestra maldad gratuita?

Así se vertebra una de las virtudes más longevas de la especie humana. A lo largo de la historia, los troleos han ido adaptando distintos nombres: felonía, perfidia, infamia, canallada, burla, guasa, cachondeo, vacile… En muchos aspectos son como los selfies: despiden un halo narcisista, ofenden a quienes van dirigidos y lo practican con la misma mala baba el hombre de a pie y el ilustre pensador.

No nos olvidamos del amigo del bigote. Dalí protagonizó uno de los troleos más épicos de la Historia al lado de su inseparable amigo Luis Buñuel, cuando envió una carta llena de improperios a Juan Ramón Jiménez en contra de su Platero y yo; obra a la que calificaban de “inmoral”, “cadavérica” e “histérica”, entre otras lindezas.

¿Cuál fue la razón de tamaño exabrupto? El pintor lo explicaba en el libro de Agustín Sánchez Vidal Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Dalí declaraba que el único motivo por el que habían atacado al Premio Nobel, quien días antes les había recibido “sentimentalmente” en su casa, era por crear una subversión moral. Es decir, que tanto él como el realizador de Viridiana buscaban poner patas arriba a la sociedad española con una misiva envenenada a la persona más prestigiosa del momento. La víctima salió por sorteo y resultó ser Juan Ramón Jiménez, que acabó «enfermo» y confuso al leer las nocivas líneas de los jóvenes, pero bien pudo haberse elegido a Manuel de Falla, otro gran nombre entre las papeletas de la rifa.

Las travesuras del dúo no se detuvieron aquí y la posteridad recogió la emblemática escena del burrito putrefacto en Un perro andaluz, trasunto del asno “odioso” de Platero y yo. De este modo se demuestra cómo el troleo puede ser un arte, en más de un sentido. Es más; en este particular, los españoles somos alumnos aventajados.

Los textos incendiarios que intercambiaban Quevedo y Góngora son ejemplos también notorios de un troleo. Pero nos vamos a quedar con la genial e improvisada invención de los aptónimos a cargo del poeta Bretón de los Herreros, tal y como documentaba Màrius Serra en un artículo de La Vanguardia en 2012. El carácter bohemio y pendenciero del rapsoda irritaba sobremanera a su vecino, el doctor Mata, quien en un arranque de malicia improvisó un ripio en el letrero de la puerta. Este rezaba: “No vive en esta mansión / Ningún poeta bretón”. Lejos de amilanarse ante tamaña audacia, el poeta contraatacó y repartió por todo el barrio pasquines con los versos “Vive en esta vecindad / Cierto médico poeta / Que al final de la receta / Firma Mata y es verdad”. Bretón de los Herreros se alzó victorioso en su propio terreno y la frase hizo las delicias a lo largo de los años de ludolingüistas, gramáticos y cualquier conspicuo de la lengua española de los que se jactan, entusiasmados, de enarbolar polisílabos rebuscados y que, más que hablar, sentencian con sus palabras.

El postureo

El postureo, al igual que el Ser de Heidegger o un jerbo en el recto, es un concepto bien difícil de explicar, pese a que todos lo llevemos dentro y, de alguna manera, ya sepamos lo que es. Para tratar de orientar a quien, a estas alturas, aún se esté preguntando qué es el postureo, vamos a tratar de iluminarle con un ejemplo ilustrativo.

Imaginemos que vamos sentados en un bus, leyendo El idiota de Dostoyevski. Es un gran libro, una obra capital de la Literatura. Puede que nos esté apasionando o puede que vayamos más pendientes del atractivo pasajero que ha tenido la suerte de tocarnos enfrente. Es en ese momento cuando lo que leemos deja de tener su importancia, y prima la visión que nuestro compañero, o cualquier persona del entorno, o toda la ciudad, tenga hacia nosotros.

Nuestra posición en el asiento deja de ser cómoda. Lenta pero constantemente, empezamos a modificar nuestra pose hasta que la portada del libro sea visible para nuestro público. Y es entonces cuando la forzada postura deja de ser sutil y revela nuestras verdaderas intenciones: queremos que nos presten atención y se formulen una opinión elevada sobre nosotros.

Eso es el postureo. Se manifiesta en incontables formatos, extensiones y soportes; y no hace distinción de sexo, raza, orientación política o costumbres alimentarias. El postureo emerge en un estado de Facebook, en una discusión sobre el cine de Godard (amarlo u odiarlo, todo es postureo), en el arte de la seducción… Todas las situaciones tienen un mismo objetivo: la aprobación ajena.

Y es en esta línea donde surge una (otra) de las obras capitales de la Literatura: Diccionario de lugares comunes, de Flaubert. El autor de Madame Bovary y La educación sentimental dio rienda suelta a su ojo crítico en esta obra que recogía varios de los tópicos hipócritas en los que se manifestaba el postureo de la época (la Francia del XIX) en breves definiciones, como si estuviera actualizando su cuenta de Twitter.

Así, el bueno de Gustave describe con ironía a la Academia Francesa como ese sitio al que hay que denigrar, pero a la vez tratar de ingresar en él; asevera que siempre hay que usar el tenedor con la izquierda (“es más elegante y distinguido”) y aconseja articular frases contradictorias con profundidad (por ejemplo, manifestar que “la excepción siempre confirma la regla” sin arriesgarse nunca a explicar cómo).

Este formato de diccionario fue recogido con posterioridad por otros autores célebres, si bien con enfoques radicalmente distintos, aunque no por ello menos agudos. Uno de los más ácidos fue El Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce, que cataloga a los dentistas como “los prestidigitadores que introducen un metal en la boca y sacan otro del bolsillo”, define a la oposición como “ayudar con débiles trabas” o pone en tela de juicio la pena capital, “castigo de cuya justicia y eficacia dudan muchas personas dignas, inclusive los asesinos”.

Por su parte, el Diccionario del Argentino Exquisito de Adolfo Bioy Casares entronca mucho más con el espíritu de Flaubert y funciona mejor como precursor del postureo de hoy, al recopilar (anti)consejos sobre cómo hablar pedante y, de paso, quedar en evidencia. Así, el volumen compendia palabras imposibles que suenan de manera erudita pero que no significan nada (visualizar, positivar, verosimilizar), vocablos que están mal empleados (un disparo errático es equivalente a un disparo erróneo) o términos que el interlocutor utiliza para decir lo contrario de lo que pretende (“acepto críticas constructivas” contiene el mensaje implícito de que no se acepta ningún tipo de críticas).

Dicho de otro modo, los Diccionarios Literarios son capaces de recuperar y restregarnos estas pequeñas lacras del lenguaje y de la sociedad que todos hemos usado en alguna ocasión, bien para aparentar mayor bagaje del que en realidad tenemos, bien para adscribirnos a una opinión extendida y cómoda de manifestar. Sea como fuere, está claro que dichas recopilaciones revelan cuánto postureo somos capaces de esgrimir… con tal de sentirnos apreciados por el otro. Ya sea con su sonrisa o con su retuit.

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